El calor caía sobre el valle como una manta empapada.
Dentro del salón, el aire era denso—cargado de whisky barato, sudor rancio y el ruido pesado de botas sobre el suelo de madera. Las cartas golpeaban las mesas, los vasos tintineaban.
Cody no se movía.
Apoyado contra la barra, los brazos cruzados, observaba.
El sombrero caído sobre los ojos, masticaba una brizna de hierba. De hombros anchos, los brazos cubiertos de polvo y venas marcadas, desprendía ese tipo de virilidad que te obligaba a apartar la mirada… o a sostener la suya.
Y esa noche, alguien se atrevía a mirarlo de vuelta.

El hombre al fondo, apoyado contra una viga. Más joven. Mandíbula angulosa, barba de varios días. Una camiseta blanca, sucia, pegada a un pecho hecho para resistir golpes. Y esa mirada.
Directa. Sucia. Descarada. Como una mano bajando al pantalón antes de tiempo.
Cody esbozó una sonrisa torcida, alzó su vaso—despacio.
Sus miradas se cruzaron como dos perros encadenados.
La tensión ya vibraba. Ni una palabra. No hacía falta. El código era más viejo que el mundo:
Te he visto. Sé lo que quieres. Ven a por ello.
El otro dejó su cerveza, ajustó el cinturón, dio un paso al frente.
Cody no se movió.
Pero bajo la camisa entreabierta, sus abdominales ya estaban tensos, listos. Y en su pantalón, algo golpeaba contra el cuero, con ganas de morder.
— “¿Tienes un problema, vaquero?” gruñó el otro.
Cody soltó una risa baja. Dejó su vaso y se incorporó, alto y lento. Se acercó, pecho contra pecho, aliento contra aliento.
— “Sí… tengo un puto problema. Y creo que tú eres justo lo que necesito para resolverlo.”
El último trago todavía quema sus gargantas cuando Cody se levanta despacio, sus botas golpeando la madera del suelo. Extiende la mano, sin decir nada. El otro duda un segundo, luego la toma. Un apretón firme. Silencioso. Como una promesa.
Salen bajo los neones moribundos del saloon, tragados por la noche caliente del desierto. Los caballos esperan, atados al porche. Cody silba bajo. Una estrella cruza el cielo. El otro se monta sin decir palabra, el corazón latiendo tan fuerte como la silla bajo sus riñones.
No hablan. Cabalgan. Uno adelante, otro detrás.
A través de tierras desnudas, campos de silencio, sombras que se alargan bajo la luna.
Cuando llegan al granero, el aire es más denso. La paja huele a calor del día.
Y los dos hombres llevan algo en los pantalones que está a punto de estallar.

El golpe seco de la puerta de madera a sus espaldas resonó como una promesa. Apenas la penumbra los envolvió, ya se agarraban —mandíbula contra mandíbula, pechos pegados, bocas abiertas, saliva contra saliva.
Cody empujó al otro contra la pared del establo, entre monturas polvorientas y el cuero aceitado de los arneses. El olor era animal, crudo —paja, caballo, sudor y hierro caliente.
Gruñó al sentir esas manos deslizándose bajo su camisa, apretándole los oblicuos, subiendo hasta sus pectorales duros.
— «Tienes huevos, chiquillo…»
El otro respondió con una mordida seca en el cuello, lo bastante fuerte como para dejar marca.
— «Cállate, toro viejo. Para esto viniste, ¿no?»
Cody lo agarró del cuello, con la presión justa para hacerle hervir la sangre. El joven jadeó, sus caderas ya buscando fricción. Los vaqueros chirriaban uno contra el otro, dos cinturones tensos al borde del estallido.
Y cuando Cody agarró la hebilla y la soltó de un tirón, el chasquido del cuero sonó como un látigo en el silencio espeso.
— «Estás tan duro como un toro antes de la monta», murmuró con voz grave, burlona.
Se arrodilló de golpe, sus palmas ásperas presionando los muslos tensos del otro.
Abrió el pantalón. Despacio. Como quien desenfunda.
Lo que encontró allí no era un revólver. Era algo más salvaje. Más peligroso.
Una promesa de guerra.
Levantó la mirada, con una sonrisa torcida, los dedos firmes en la base, los ojos negros de deseo:
— «Agárrate, vaquero. Que empieza el rodeo.»
El sol caía detrás de las colinas, dejando dentro del granero una luz dorada suspendida en los granos de polvo.
Cody se acercó sin decir una palabra. Su sola presencia bastaba para tensar el aire, como si se volviera más denso con cada paso. Aún llevaba su sombrero, pero la camisa colgaba sobre su hombro, como una piel muerta.
Brillaba. De sudor, de polvo, de esa tensión animal a punto de estallar.
El chico se apoyaba contra un poste de madera, las manos a la altura de los hombros, la espalda arqueada, los riñones ofrecidos sin pudor.
Se había quitado la camiseta. La tela yacía arrugada en el suelo.
Su espalda estaba tensa, marcada por el trabajo o el deseo—ya no se distinguía.
Sus abdominales descendían en forma de V hacia un vaquero entreabierto, un calzoncillo blanco medio bajado, dejando ver la parte superior de unas nalgas húmedas, temblorosas.
Cody se acercó por detrás.
No tocó de inmediato.
Observó.
Largo rato.
Luego apoyó la palma en el hueco de su espalda.
El chico se estremeció.
Y ahí cambió la respiración.
Cody deslizó dos dedos bajo el elástico, tiró lentamente.
Descubrió.
Expuso.
— “Has trabajado duro hoy,” murmuró, casi con ternura.
Su mano subió, ancha, áspera, caliente. Llegó hasta el omóplato.
Y bajó de golpe, palma abierta, en un golpe seco y sordo.
El chico jadeó.
Una nube fina de polvo se levantó a su alrededor, mezclada con sudor y calor.
La espalda se arqueó más. La respiración se aceleró.
Cody pegó su pelvis contra él, aún vestido, para que lo sintiera.
Para que supiera lo que se venía.
Lo que llevaba días esperando.
Y lo que no tendría derecho a suplicar.
Aún no.

Lo empujó sin delicadeza, espalda contra la pared de madera, las tablas ásperas marcando una piel ya empapada de sudor.
El chico no se resistió.
Lo deseaba. Demasiado.
Y Cody lo sentía.
Su palma se estrelló contra el pecho aún jadeante, bajando en una caricia brutal por el abdomen tenso, hasta el elástico del calzoncillo empapado.
— “No te hagas el tímido ahora.”
Una sonrisa se dibujó en los labios del vaquero.
Sentía el poder entre sus dedos.
Le encantaba esa sumisión que aún peleaba, esa mezcla de miedo y deseo, esa mirada que suplicaba que lo terminaran—pero sin piedad.
Con un solo gesto, bajó sus propios pantalones, el cinturón golpeando el suelo polvoriento.
Su polla estaba allí, dura, pesada, arrogante, apuntando a esa boca entreabierta que aún no se atrevía a acercarse.
No esperó.
Le agarró la nuca, tiró de su cabeza hacia adelante.
Guió.
Forzó.
Y gruñó cuando por fin los labios calientes se cerraron sobre él.
— “Sí… así mismo…”
Cody dejó caer la cabeza hacia atrás, los abdominales tensos, las caderas empujando hacia adelante, imponiendo su ritmo.
El chico se adaptaba.
Quería complacer.
Y joder, lo hacía.
La lengua giraba, tragaba, babeaba.
Las rodillas crujían bajo la tensión.
Cody aceleró.
Plantó ambas manos a los lados de su cabeza, encerrándolo contra la pared.
Sus caderas golpeaban—una y otra vez, más fuerte, más crudo.
Los sonidos eran obscenos: chocs húmedos, jadeos, chupadas sucias.
Y cuando tuvo suficiente, se apartó de un tirón—su polla goteando, aún palpitante.
Lo obligó a levantarse.
— “Voy a cogerte como nunca te han cogido.”
Y bajo la luz áspera del granero, su sombra proyectada en la pared parecía un demonio en celo.
El suelo rascaba, quemaba la piel desnuda, pero a Cody no le importaba una mierda.
Había empujado al chico de rodillas sobre la paja, muslos bien abiertos, las palmas al suelo como un perro entrenado para obedecer.
La posición era perfecta. Indecente. Irresistible.
Cody dio un paso atrás. Observó.
La espalda arqueada, los omóplatos marcados bajo la luz filtrada entre las tablas, la caída de los riñones, ese culo apretado, tenso, ofrecido.
Nunca un culo le había hablado así.
Escupió en su mano, varias veces, sin prisa.
El otro gimió, ya preparado, ya temblando.
— “No aguantas más, ¿verdad?”
Se acercó, piel contra piel, la punta hinchada de su polla rozando esa hendidura ardiente.
Frotó, solo para hacerlo suplicar, solo para escuchar esa respiración descontrolarse.
Y entonces lo empujó.
De un solo golpe. Profundo. Brutal. Sin aviso.
Un grito ronco rasgó el aire, ahogado entre los brazos cruzados bajo la cabeza.
El cuerpo se tensó—y luego se rindió.
Cody gruñó, su torso empapado en sudor pegado contra la espalda del chico.
Hundió los dientes en su hombro, dejando una marca roja y salvaje.
Sus caderas comenzaron a golpear.
— “Ahora eres mío.”
El sonido de piel contra piel retumbaba en el granero.
Cada embestida era dura, seca, posesiva.
A cada movimiento, la paja volaba, los riñones se retorcían, el aliento se aceleraba.
El joven se aferraba como podía, los dedos clavados en la tierra, el rostro roto por la violencia del placer.
— “Joder, Cody… más…”
Y Cody aceleró.
Quería hacerlo gritar.
Quería hacerlo llorar.
Quería hacerlo correrse sin ni siquiera tocarse.
Y lo iba a conseguir.

Las caderas de Cody embestían sin pausa — fuertes, constantes, implacables.
Cada impulso sacudía al hombre arrodillado frente a él, lo hacía gemir, rendirse un poco más con cada golpe.
Las piernas le temblaban, los codos cedían, pero Cody lo mantenía firme — aferrado con fuerza, los dedos clavados en su cintura como colmillos marcando territorio.
El sonido húmedo del choque de pieles retumbaba en el establo. Salvaje. Crudo. Primitivo.
“No tienes idea de lo que me haces, mocoso sucio…”
Jadeaba contra su nuca, el aliento caliente erizando cada vello del cuerpo entregado.
El otro no podía responder. Demasiado invadido, demasiado tomado.
Solo gemidos.
Suplicas rotas.
Silencios cargados de deseo.
Entonces Cody mordió.
Fuerte.
Justo entre los omóplatos y el cuello, hasta que sintió la piel ceder bajo la presión.
Una marca. Un sello. Una promesa.
Gruñó como un animal y volvió a empujar la cadera, más profundo, más salvaje.
“Vas a correrte para mí. Como el buen semental entrenado que eres.”
Su mano descendió, encontró lo que buscaba.
Dura. Caliente. Vibrando por estallar.
Lo rodeó con la palma, comenzó a acariciarlo — al principio lento, luego al ritmo de sus propias embestidas.
“Vamos… Suéltate. Hazlo por mí.”
El joven gritó. Su espalda se arqueó al máximo, la boca abierta hacia el vacío.
Y entonces lo sintió — el orgasmo, el sacudón, la explosión que le atravesó el pecho.
Se corrió fuerte, manchando la tierra, con las piernas estremecidas por los espasmos.
Cody no paró.
No todavía.
Sintió cómo su propio clímax subía como un golpe seco. Apretó las caderas del otro, gruñó una última vez—
Y se vino dentro. Fuerte. Profundo.
Un rugido de bestia.
Un grito de victoria.
Se quedó allí, temblando, el pecho pegado a su espalda, la piel sudada, pegada, aún unida por el calor salvaje de lo que acababan de desatar.
Habían caído el uno sobre el otro, exhaustos, aún jadeando, con la piel húmeda y los músculos en carne viva.
El chico yacía de espaldas, los brazos extendidos como si lo hubieran crucificado sobre la vieja alfombra del granero.
Cody, medio tumbado sobre él, tenía la mejilla apoyada contra su pecho, que subía y bajaba demasiado rápido.
Nada se movía.
Ni siquiera los caballos detrás del tabique de madera.
Todo parecía rendido a ese silencio sagrado.
Cody alzó la cabeza, su barba áspera rozando un pezón aún erecto. Lo miró.
Sus ojos estaban perdidos, todavía ahogados en placer — mezcla de agotamiento y orgullo.
— “Estuviste bien, vaquero…” murmuró con una sonrisa torcida.
El chico soltó una risa ronca.
No podía hablar.
La garganta seca, la voz perdida entre un gemido y un grito.
Cody se incorporó despacio. Estaba desnudo, imponente, su piel curtida por el sol marcada de sudor y polvo.
Sus abdominales aún tensos, su verga brillante entre los muslos fuertes.
Se inclinó, tomó la camisa arrugada del otro, y con un gesto lento, le limpió el semen del bajo vientre.
— “Vas a oler a toro toda la noche, chiquillo.”
Le dio una palmada firme en el muslo, se levantó y fue a abrir la puerta del granero.
El aire del atardecer entró de golpe — tibio, cargado de polvo y heno caliente.
El chico no se movía. Aún no.
Solo sonreía. Vencido. Feliz.
Estaba marcado.
Por la mordida.
Por el goce.
Por Cody.
Y lo sabía: esto no era más que el comienzo.
